No sabía qué; otra noche subido al techo, no tenía terraza, más bien era una superficie provisoria, que llevaba años. Preparaba siempre un atado y una cerveza fría y la escopeta, doble caño calibre 16, pero no tiraba, era parte del personaje, seducido en mi propia imaginería de hombre solo, que cree que el poder es tan fuerte, como para ser oído o visto aún ahí, en los techos de un barrio de noche, y la madrugada, el borde oscuro del miedo, que deja ver desde afuera. Pensaba detenido, medio ebrio, la cabeza caída entre las piernas, estirando la mano para deshacer el piso en pequeños granos de cemento que metía en las hendiduras. Las bolitas raspaban la mano y jugaba horas, acercándolas a las grietas del piso. Me paraba con la impostura de los inmortales, riendo de mi vida, dibujando el cielo de noche en el cuaderno.
Despertaba ebrio, otro borde, dos superpuestos sobre mí, sin dejar de mirar el cielo, tan alejado tenía que subir para ver el azul oscurecido, la franja indefinida en la que se pegaban los contornos de las casas, la ciudad entera. Un color tenue y otro más arriba, en círculos, que subiría todas las noches a ver, a acercar. La escopeta estaba apoyada en la pared, escopeta, cigarrillos y las fuentes de las estrellas, que se abrían a todos. Desde ahí podía ver las casas enteras, la cantidad de lamparitas que se vaciaban de luz, los gemidos de los gatos cogiendo, un ladrido. El movimiento rápido del ojo y caminar, el aire fresco, sí, podía volver a comenzar.
No sabía qué era esa bolsa de tela que alguien había tirado, con un hilo resistente y largo. Antes no estaba, escopeta, cerveza, cigarrillos; bolsas, imposible. Desaté la pelota de tela y miré alrededor, en la casa de al lado, en una terraza bien puesta, una mujer me saludaba. Se la veía ansiosa. Vamos a ser más, decía un papel. Ella me saludaba con la mano. La miré, pero le diría que los ojos, aunque no quería entrar en esa. Sí, los ojos importaban.
Los ojos me quedaban lejos, no llegaba a verlos, le grité, no nos llegábamos a oír, así que bajé al piso, a buscar el cuaderno con el que llevaba registro de las estrellas vistas, esperando una nueva, que bajaría uno de los círculos. Realmente la mujer no me interesó más que ese día, ya ni la miré, por cierto, ahora tenía que levantar más la cabeza para ver el cielo sin incluir sus movimientos. El cielo estaba más cerca, en las terrazas, no sabía cuántos más había, cuántos habían abandonado la tierra.
En la casa del otro lado, sobre las tejas, se sentaba un viejo, se tomaba las rodillas con las manos, y se sentaba despacio, el techo a dos aguas estaba perdiendo sus tejas, en algunos lugares faltaban y algunas estaban caídas a los costados de la casa, al viejo no le importaba, era el lugar más alto al que podía llegar. El viejo subía desde la tarde, más plácido que los demás, con menos ansiedad y más alegría. Los gatos no querían compartir los techos, nos miraban curiosos y sorprendidos y meaban a más no poder, para alejarnos, pero a esta altura pelearíamos: lentamente empezaron a aceptarnos, y a excitarnos con sus gritos y sus corridas nocturnas. En el techo de la mujer habitaban todos los gatos machos, se le pegaban a las piernas y se recostaban a sus pies, rodeándola. Empecé a advertir que la mujer y el viejo no bajaban ni de día, ahora empezaban un culto al sol también, la mujer se desnudaba a veces para sentir el calor en las tetas y en la panza. El viejo se tapaba con un pañuelo grande para evitar las quemaduras, pero ya no bajaba. El techo estaba en malas condiciones, el vecino empezó a quejarse de las tejas que caían, de la presencia inamovible del viejo. El hijo del vecino, de unos quince años, se subió al techo de la casa para molestar al viejo, pero nada. Le gritaba todo el tiempo, pero el viejo seguía bajo su pañuelo, día y noche.
El chico empezó a molestarse él también, ya no respondía a los llamados de su padre, de que bajara, que ya estaba bien, que tenía que ir al colegio, que el viejo se secaría ahí, que lo encontrarían muerto, seco de tanto sol. Pero no, el chico seguía, no miraba el cielo sino al viejo, todo el tiempo. La mujer me tiraba la pelota con mensajes, un día mandó uno para el viejo que me encargué de hacer llegar, la pelota le cayó en las alpargatas, y por un segundo lo asusté, pensó que era el chico. Abrió el paquete y me gritó algo, pero no llegué a oírlo, el chico había empezado a gritar también que teníamos que bajar, que él iba a bajar al viejo de alguna forma, que se cagaba en eso de acercarse y de vivir en otro círculo, que nos bajaría a todos de ser necesario.
Las piedras que el chico encontraba iban directo a las cabezas de los gatos, y de algún que otro perro que pasaba por abajo. Las noches eran más tranquilas, podía fumar tranquilo y escuchar jazz, pero no tanto. Al primer tema, encantado, el número 26, también, el siguiente, empezaba a sentirme mal, despedazado, pero era todo un gran relamerse las heridas, el jazz, el regodeo sensual, me latía otro corazón, el del jazz, profundo, azul. El filo de las trompetas, un piano en suspenso, un silencio que se imponía desde la música.
Preparé algunos regalos para mis compañeros de techos, algunos cigarros y dibujos de las estrellas, con anotaciones mías, de las noches que ellos aún vivían abajo. Primero se lo tiré a la dama, que lo recibió con una sonrisa grande, lo abrió y durante días enteros los dispuso sobre el piso mirando los dibujos y comparando con el cielo arriba. Otros días ponía dibujos y cielo a la par, y miraba uno y otro, alternativamente. Me devolvió el paquete, con un cielo rojo, nuevo, que me sorprendió, que no había visto, que no habíamos visto nunca. Me lo guardé en el bolsillo, un poco azorado. Así como estaba, cerré la bolsa y se la tiré al viejo. Esta vez no se asustó, ya sabía de qué lado estaba el peligro. El viejo puso los dibujos en el piso y los ordenó cuidadosamente, pensativo, dudando, cambiaba uno, le ponía otro arriba, los mezclaba, también volvió una noche, y encontré una estrella marcada en todos los dibujos, no sabía cuál era, le mandé de nuevo la pelota preguntando qué estrella era esa que había señalado, pero tendría que esperar la luz del otro día para que el viejo pudiera leer.
Esa tarde el chico había subido una especie de escopeta con el caño recortado, seguramente era del padre o de un abuelo, quién sabe, por suerte tenía la mía, el chico empezó apuntar a los gatos que seguían insistiendo en el techo, pero no les tiraba. También al viejo, como probando, y la bajó a la cabeza de un perro que miraba desde la calle, sorprendido de ver gente arriba de las casas. La cabeza le reventó apenas sentimos el disparo, el viejo se tiró al suelo, y la mujer lloraba abrazada a sus machos, que gruñían.
El cuerpo del perro quedó tirado en la vereda, el chico se asustó, apuntó de nuevo y le disparó al viejo, le pegó en la pierna, los gatos corrieron y lo alcanzaron, le arrancaron carne y pelos, pero siguió vivo. Bajó puteando. El viejo lloraba de dolor, yo agarré la escopeta y bajé a la casa, para poder pasarme a la del viejo, costaba subir por las pocas tejas enteras, todas rotas o quebradas, y algunos lugares pelados. Llegué al viejo, hicimos un torniquete con su pañuelo, y le propuse bajar para curarlo. Escuché por primera vez la voz, muy masculina, bien definida, no quería, quería matar al pibe, quedarse ahí hasta que subiera y volarle la cabeza. Lo bajé a la fuerza, con la escopeta cruzada en la espalda, tuve que tirarlo, por decirlo de alguna manera, por una de las pendientes, cayó en unos arbustos de su patio, lastimado, y las vecinas lo llevaron a verse la pierna.
Volví a subir a mi techo, para disfrutar la noche, la mujer estaba acurrucada en un rincón de su terracita, sin entender nada. Le mandé una nota con el hilo y la pelota, explicando que el viejo estaba bien, que tuvo mejor suerte que el perro de abajo. Me pareció ver al chico subido de nuevo, levanté la escopeta y escuché un tiro, estaba disparando en ciego, al viejo, loco de mierda. Me agaché y disparé yo, escuché un grito, pregunté qué pasaba, no tuve respuesta y me tiré en el piso boca arriba, y tragué todas las cervezas que pude.
La mañana siguiente, silencio, la mujer tomaba sol desnuda, me parecía tan hermosa que nunca molesté, ni con miradas. Escuché ruidos en la casa del chico, el padre lloraba, bajé la escopeta cuando vi que levantaba la mano para saludar. El chico salió atrás, con una venda, había perdido un ojo. Emparchado y todo quiso retomar su lugar, el padre vino a verme y a pedirme por favor que le prestara al hijo los dibujos de las estrellas, que finalmente quería verlas, sólo había demorado más que los otros, y matado a un perro y herido a un viejo, pero que era uno más, al fin de cuentas. El chico dejó el colegio y se abocó a la tarea de aprehender el cielo, con su único ojo se esforzaba constantemente por ver el movimiento de la tierra, pero no lo lograba todavía, yo mismo tardé meses.
El viejo volvió unas semanas más tarde, se fue a vivir al techo del chico, al final se hicieron amigos, cocinaban en un sartén chiquito y tomaban vino todas las noches, el chico le contaba al viejo lo que había visto. Al atardecer, la mujer miraba la casa de su otro vecino, el horizonte momentáneamente vacío, con el pelo suelto, el sol dejaba caer sombra sobre los cuerpos, el viejo y el chico eran dos figuras negras sobre el cielo dorado, abrazados y riendo, disfrutando del aire y del cielo. Los gotones nos empaparon enseguida, escuchamos unos gritos de alegría, los vecinos empezaron a subir a los techos, unas cuatro o cinco casas más se llenaron de gente. Final.